Cine penumbra como praxis estética latinoamericana. Preguntas por la luz en clave decolonial (ES)

por Maia Navas y Alejandra Reyero

Resumen: El artículo propone la categoría cine penumbra para afirmar la configuración de una estética cinematográfica latinoamericana a partir del análisis de dos films: La última hora (Nicolás Testoni y Christian Delgado, 2020) y Luces en el desierto (Félix Blume, 2021). Obras que permiten designar estrategias de no representabilidad, en pos de una política de lo invisible. El gesto de perder la luz, da lugar a una enunciación visual oscura y un discurso indirecto que permite “esbozar pueblos”. Desde la perspectiva de la historia del arte y la teoría crítica de la cultura, en términos de Eduardo Grüner (2017), el trabajo asume un posicionamiento crítico frente al iluminismo y ocularcentrismo de la modernidad. La propuesta se inscribe en una perspectiva decolonial latinoamericana, que busca subvertir matrices perceptivas propias de un modo histórico de percepción sensorial, a través de experiencias penumbráticas situadas.
Palabras clave: cine, penumbra, antiocularcentrismo, decolonialidad, Latinoamérica.

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El presente artículo propone la categoría cine penumbra para afirmar la configuración de una estética cinematográfica latinoamericana a partir del análisis de dos films: La última hora1 (Nicolás Testoni y Christian Delgado, 2020)1 y Luces en el desierto (Félix Blume, 2021).2 Obras que permiten designar estrategias de no representabilidad, en pos de una política de lo invisible. El gesto de perder algo, la luz, da lugar a una enunciación visual oscura y un discurso indirecto que permite “esbozar pueblos”. Desde la perspectiva de la historia del arte y la teoría crítica de la cultura, en términos de Eduardo Grüner (2017), el trabajo recupera aportes de W. Benjamin, G. Didi-Huberman P.P. Pasolini (2005), G. Deleuze (1989; 1987), E.Glissant (2017), M. Foucault (2001), R. Vázquez (2015), W. Mignolo (2007), entre otros, para asumir un posicionamiento crítico frente al iluminismo y ocularcentrismo de la modernidad. La propuesta se inscribe así, en una perspectiva decolonial latinoamericana, que busca subvertir matrices perceptivas propias de un modo histórico de percepción sensorial para que el cine exprese algo de lo mágico, maravilloso y sobrenatural (Benjamin, 2003) a través de experiencias penumbráticas situadas.

Preguntas por la luz en clave local
La última hora (2020) realizada en la llanura pampeana, en el límite sur entre Buenos Aires y la Pampa, Argentina y Luces en el desierto (2021) filmada en el desierto de México comparten la búsqueda de interrogantes en torno a un momento particular de la luz durante el día, una pregunta sobre la pérdida de luz. Delgado y Testoni, directores de La última hora, afirman citando a J. L. Borges: “hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos, pero es intraducible como una música” (Testoni y Delgado, 2020: 7). Y agregan:

[…] La última hora trata sobre lugares en los que no pasa nada. Pero ahí donde nada sucede, se vuelve quizás evidente que lo que nunca cesa de acontecer es la luz. Que aquello se mueve en la inmovilidad de la pampa es el sol. Y que lo hace de manera vertiginosa, enredando su regularidad de astro con el capricho del viento y de las nubes. No estamos seguros de ser capaces de capturar esa luz. En todo caso el film puede ser el testimonio de cómo ella nos atrapa. (Testoni y Delgado, 2020: 4).

La última hora es una película de fantasmas. Un documental sobre la luz que ilumina a los habitantes de un rincón remoto de la pampa argentina desde la mirada de los realizadores, quienes son parte de la comunidad. En este sentido, afirman que les intrigaba filmar el lugar en el que viven “al margen de las fábulas de identidad en las que suele quedar entrampada su representación. Indagar un poco en la exterioridad radical de esos paisajes que los habitantes de la capital de nuestro país llaman el ‘interior’. No tardamos en descubrir que no intentábamos nada nuevo”. Al respecto, resulta interesante que el ejercicio de la mirada es protagonizado como un juego de espejos en el que mirar a otros para mirarse a sí mismos y no el de una mirada extranjera que provenga del centro del país.

Desde otra latitud desértica, Félix Blume, director de Luces en el desierto menciona en la sinopsis:

Las noches del desierto donde aparecen luces extrañas. Los habitantes describen aquellas que han visto: llamas, bolas de fuego, focos volando, rayos cayendo del cielo o resplandores. Con las experiencias individuales se dibuja una historia común, contada de forma coral. Enfrentarse con estos fenómenos puede resultar sorprendente, peligroso o incluso fatal. La noche no es tan oscura como parece y el desierto está lleno de seres vivos. Este vacío es un lugar para todo/as. Luces del Desierto nos invita a abrir bien los ojos en el crepúsculo y a escuchar los sonidos escondidos en la oscuridad. Una película de terror sonora, en las tinieblas del desierto.

Luces en el desierto pareciera ensayar una estética basada en chispazos de luz. Por momentos la pantalla se vuelve negra y solo asistimos a la escucha. La experiencia de Félix Blume en el campo del arte sonoro, logra fabricar un cine desde el sonido, es así que en palabras del realizador “el negro de la pantalla se vuelve el negro de la noche, y nos invita a abrir los ojos (y los oídos) en la oscuridad” (Blume y Lukasievicz, 2021:2).

Ambas propuestas nos zambullen en la observación de lo diminuto, aquello que sería imperceptible bajo las luces cegadoras de las grandes ciudades y que permanecería inaudible sumándose al conglomerado de frecuencias que componen las ruidosas sinfonías citadinas. El gesto se acerca a una suerte de rescate de insectos, entre ellos luciérnagas y escarabajos, como así también del fuego, resplandores, luces que salen de la tierra, luces ardientes, “cosas” que se alumbran de manera repentina, caen o parecieran chocar con las estrellas. A propósito de estos acontecimientos que se niegan a las lógicas occidentales, estas obras nos acercan a una clave que podría pensarse en términos de Carpentier (1975) como “lumínica”, cuando afirma que América es la tierra del barroco por mezclas que dan lugar a las transformaciones e invenciones de lo “real maravilloso”. En tal sentido, el autor se refiere a lo maravilloso en tanto extraordinario, ni bello, ni feo. Un pequeño mundo barroco caracterizado por la policromía de los atardeceres en relación con la pulsión telúrica, en estos casos de dos escenarios: el desierto y la pampa. Sobre ellos se despliega no una historia con fines comunicativos sino la construcción de una superficie sin función instrumental con una obsesiva insistencia en el repliegue de sus relatos; lo que hace cercana esta apuesta a un cine de poesía o cine poético.

Discurso indirecto libre o la escucha marginal
Nos convoca en este apartado pensar el surgimiento de un discurso indirecto libre situado en las voces de pobladores de dos lugares en Latinoamérica: la pampa argentina y los pueblos de Waldley, Lavaderos, Charcas, Coyotillos, Guadalupe, entre otros, en la desértica zona de San Luis Potosí del centro norte de México.
En ambas películas podemos escuchar la construcción de una praxis estética material que no le otorga la voz a un otro fusionado y subordinado a la propia voz de los directores, sino que éstos se ven “invadidos por los acentos y modalidades del discurso del Otro” (Grüner, 2017: 74). Se genera así un quiebre, o pliegue interno, suerte de cinta de Moebius, entre las dos voces en el interior mismo del discurso de manera entrelazada. Se invocan figuras anacrónicas que vuelven de manera impensada como un quiebre respecto de los discursos del yo en primera persona estandarizados hegemónicamente en ciertos documentales de autor. Modos que recuerdan las palabras de Pasolini (2005) “la cosa más odiosa e intolerable de los burgueses: no poder reconocer otras experiencias vitales más que la propia y llevar todas las otras experiencias vitales a la analogía con la propia”.

Así como Barthes (1994) plantea que la escritura es la destrucción de toda voz, incluso la identidad de quien escribe, podríamos arriesgarnos a afirmar que la escucha en ambas películas posee la figura del realizador como mediador, pero no a cargo de la figura de un genio sino de la asunción de atravesamientos del orden impersonal.

En estas películas se omite la voz en primera persona de los directores. La presencia de modismos, acentos propios está dada por los modos de hablar de personas que habitan en sitios apartados de las grandes capitales, donde se genera una urdimbre sonora singular confabulada con los sonidos de animales del lugar. Estos dan la impresión de no hablar hacia un otro “extranjero” que filma sino de hablar entre ellos. Las voces y diálogos en estos films, dan la sensación de hablarse entre ellos por encima de los directores. Esta plenitud de voces en pantalla nos recuerda lo que Didi-Huberman (2014) denomina como el paso de figurantes a figuras. Estas voces son presencias plenas, no decorado y “extras” en los films. La implicancia ética de la aparición del Otro, y en palabras de este autor “comparecencia”, supone pensar el modo de narración, ritmo, encuadre en el cual se muestra. Siempre partiendo de casos singulares, ya que la ética en la construcción de una imagen del Otro no es pensable en términos generalizables.

En La última hora y Luces en el desierto, los testimonios son tratados como apariciones sonoras sin nombres propios que encarnan las voces, inclusive la de los propios directores. Se trata de narraciones orales que construyen una propuesta coral que no es diferente al paisaje sonoro, en el que la palabra está en un segundo plano, relegando su sentido al de la materia sonora como ser el timbre, tono, cadencia, ritmo en su propia lengua. Esta manifestación se da con la consecuente aparición de jergas, modismos, dialectos que reenvían a una “oralidad sepultada” (Passolini citado en Grüner, 2017). Esta forma permite no recortar la voz de los habitantes del paisaje asumiendo este gesto desde una decisión autoral, tratándola como un conjunto audible de tierra sonora.

Asumir la tensión irreductible que supone estar en vínculo con alguien en la construcción de voces, nos induce a pensar modos de nombrar a un Otro para que éste no sea relegado a quien recibe dádivas de alguien que tiene el poder de dar voz. Partiendo de la imposibilidad de traducir lo que alguien dice, tal vez podría aspirarse a una honestidad que no niegue la dimensión de poder que atraviesa toda relación intersubjetiva mediada por la cámara cinematográfica, y atender a las marcas que puede suponer entrar en el ritmo de quien habla. Atreverse a renombrar la figura del otro por la de “vivientes” o “sensibilidades hablantes”, entre otras.

Dentro de esta misma línea podemos pensar el estatuto de la imagen en el plano subjetivo libre, caracterizado por ver en el fuera de campo, en el fuera de foco, aquello que es central e imperceptible. La imagen-penumbra podría ser un modo de este plano ya que permite descentrarse de los focos lumínicos, llevar la atención hacia lugares secundarios, donde lo otro aparezca como pregunta irresuelta.

Imagen 1: Luces en el desierto, F. Blume, 2021

El plano subjetivo libre y el discurso indirecto libre suponen también no subordinar el lugar de la naturaleza a la función de escenografía donde se desenvuelve la trama de acontecimientos como en el cine de prosa. Es así que este cine de poesía, tal como lo denomina Passolini, lleva cada objeto y ser al estatus de una presencia propia, autónoma no funcional. En estas películas, animales, viento, agua, estrellas son sensibilidades que se vuelven presencias singulares, con las cuales conviven las demás voces siendo incluso invadidas por éstas en una co-existencia (Grüner, 2017).

Recuperar lo visible con lo invisible
En ambos films la presencia y construcción del universo sonoro resulta preponderante. Es así que lo invisible es tratado con la misma materia de la cual forma parte: el sonido. Esta operación permite dar visibilidad desde lo invisible. Se abren así modos de conocimiento por otros sentidos desde una lógica antiocularcéntrica, donde la escena se configura a partir de las distancias y tensiones sonoras. El trabajo que realiza Félix Blume parte justamente de allí. “Pienso la construcción de la película en tres capas que se entremezclan: las voces (la historia narrada), los sonidos (ambientes y escenas sonoras) y la imagen. Intento hacer dialogar esas tres capas, que no cuenten lo mismo y que siempre, y dejen un aspecto en lo oscuro, en el fuera de campo” (Blume y Lukasievicz, 2021:4).

Es así como estas producciones se acercan a lo que podría denominarse según Grüner (2017) “cine de poesía”, poner en cuestión y no meramente representar, el lugar de Otro como Otro. Vemos y oímos ante nosotrxs cuerpos que trabajan y experimentan las características de una tierra específica: la pampa y el desierto. Hay al decir de Grüner (2017) un “retorno de lo reprimido de los márgenes”, de las periferias urbanas que nos llevan a situar la atención sobre lo no escuchado, eventos que ocurren entre las últimas horas de luz y la oscuridad de la noche. El lugar de lo casi imperceptible, a punto de apagarse en el misterio insondable o en lo que de allí emerge como inexplicable movimiento lumínico. Pequeños eventos de luz que pueden ser vistos y oídos en el instante fulgurante de su destrucción (Grüner, 2017: 86). Un clima incierto dado por eventos sonoros desconcertantes, donde no ver nos pone en alerta de lo inminente: disparos, truenos, alaridos de animales y pisadas.

Imagen 2: Luces en el desierto, F. Blume, 2021

El universo sonoro de Luces en el desierto se compone de grillos, chicharras, ranas, escarabajos, alas de insectos, que alternan ritmos y frecuencias en cada escena. Los mismos parecen transformarse según se encuentren en diferentes lugares y en la convivencia con otros sonidos como ser trenes, rieles, agua, viento, fuego, truenos, lluvia.

En ambos trabajos se siente la presencia potente de animales y de cierta sensación de muerte. Ovejas y cabras corriendo, caballos y chanchos gimiendo, vacas con sus cencerros, forman una capa sonora que se intercala con sonidos guturales de hombres que indican señales. Este clima de tensión se ve acentuado por el sonido de las urracas, perros ladrando y aullando, diferentes tipos de gemidos, armas, disparos, motores de autos, alarmas, bocinas de tren, campanas, fuegos artificiales, preguntas y respuestas entre pájaros y grillos, entre pájaros y pájaros. Las voces humanas rumian peleas, risotadas, silbidos, ceremonias nocturnas y rezos grupales. Aparecen y desaparecen mujeres y animales, entre ellos el tecualote en tanto figura mítica a través de la conversión de luces en cuerpos. Por momentos se escuchan a lo lejos breves composiciones sonoras más volcadas a lo musical que parecieran partir del sonido del tren, como así también otras cuyas fuentes no logramos identificar. Este mundo sonoro afirma el misterio de algo innombrable entre el cielo y la tierra.

Imagen 3: Luces en el desierto, F. Blume, 2021}

Ambas películas operan con recursos de montaje entre los que se encuentran la no correspondencia entre el plano de lo visible y lo audible. Escuchamos sonidos de los cuales no conocemos su fuente, imaginamos situaciones a partir de indicios de imágenes que metonímicamente nos inducen a establecer el sentido. Un sonido a chapa desvencijada, golpeada se escucha insistentemente mientras vemos partículas de polvo por una rendija de una puerta en La última hora. Nicolás Testoni y Christian Delgado recuerdan así, la célebre frase de Domingo Faustino Sarmiento en el Facundo:

El mal que aqueja a la República es la extensión […]. Ese problema decimonónico y su extenso linaje literario, pictórico, ¿cinematográfico?, de algún modo, nos conciernen. En definitiva, quien se pregunta ¿Qué criterio reúne a las distintas escenas de esta película? se está preguntando también bajo qué imagen o idea de país permanecen unidos todos esos cuerpos y cosas que nuestra cámara encuentra en su camino. A veces nos gusta pensar que con La última hora no rodamos un film sino los escenarios de una película que ya pasó o, mejor, de una película que está por venir. (Testoni y Delgado, 2020: 3).

En respuesta a estas preguntas emerge la figura del rastreador en la penumbra. Sarmiento la describe como aquel que va por las llanuras tan dilatadas en donde las “sendas y caminos se cruzan en todas direcciones, y los campos en los que pacen o transitan las bestias son abiertos y es preciso saber seguir las huellas del animal y distinguirlas de entre mil; conocer si va despacio o ligero, suelto o tirado, cargado o vacío. Una especie de ciencia casera y popular” (Sarmiento citado en Simon, 2010: 57). A su vez, este modo de seguimiento rastrero supone guiarse también por el olfato, el golpe de vista y la intuición (Simon, 2010); lo que resulta posible por ser habitantes de estas tierras. Rastreadores audiovisuales que siguen el rastro de algo o lo buscan por medio del rastro para volverlo imagen y sonido. En otros términos, investigadores discurriendo por conjeturas, indicios o señales que emergen de la tierra.

Imagen 4: La última hora, N. Testoni y C. Delgado, 2020

Las imágenes en penumbra que surgen del rastreo parecieran permitir unir planos disímiles sin pensar sus límites, una laguna puede ser cielo porque no hay modo de entrever un horizonte. De este modo, se esfuma cierta categorización del lenguaje que implica decir dónde empiezan las cosas y dónde terminan, para dar lugar a un continuo de imágenes que contribuyen a la instauración de otra lógica al nombrar un universo oscuro. Y tal vez el cielo puede graznar, el desierto ladrar, y la laguna aletear. Estas construcciones de imágenes están basadas en acontecimientos verbales que le suceden a las cosas del mundo cuando sus referentes permanecen al margen de la luz. Por lo tanto, es la penumbra un caldero de figuras que provienen de universos disímiles. No hay cielo, laguna, desierto, no hay paisaje, sino sombra, oscuridad.

No hay paisaje, si por él entendemos –desde una concepción occidental– la delimitación visual y conceptual de un entorno tradicionalmente circunscrito a la naturaleza (Giordano y Reyero, 2016). El sonido en la propuesta de Blume, hace que las condiciones perceptuales habituales de concebirlo y “plasmarlo” a las que estamos acostumbrados, se desplomen. Se habilitan en su lugar, otras formas sensitivas de corte temporal-sonoro. Un tiempo, una temporalidad que se sitúa como potencia, porque no se completa en la presencia de la visión. Un tiempo que se asume fugazmente en un presente a partir de la vertiginosidad sonora invisible. Una invitación poética a experimentar la naturaleza atendiendo a la ubicuidad de lo apenas vislumbrado, desde ese “otro ritmo” que puede instaurar el sonido.

Imagen 5: La última hora, N. Testoni y C. Delgado, 2020

Cine-penumbra
Afirmar un modo de hacer en la penumbra supone ubicarse en el linaje del Barroco como movimiento que se opone a los regímenes de percepción visual realista propios del Renacimiento. Un otro modo de ver, una suerte de complicación a la claridad positivista del mundo. Las propuestas audiovisuales intentan de este modo operar contra lo que, en términos de Mignolo (2007: 29) efectúa la retórica de la modernidad y el imaginario imperial enmarañados en la red de jerarquías interdependientes, códigos visuales y maneras de objetivar la mirada; culturas visuales racializadas e inferiorizadas a través de las múltiples y combinadas discriminaciones de la modernidad-colonialidad. La respuesta de estos films apunta a una práctica del cine como enfrentamiento con la realidad, un trabajo con los restos y ruinas (Didi- Huberman citado en Grüner, 2017) de efectos de los modos construidos e impuestos por la colonialidad visual. Cine-penumbra como puesta en figura del fondo oscuro y misterioso de la imagen fílmica.

Imagen 6: La última hora, N. Testoni y C. Delgado, 2020

La imagen-negra como forma incompleta operante en el cine-penumbra es tal vez, la matriz de generación de nuevas figuras. “Sacar lo que sobra” es una operación que se vuelve posible en el trabajo de la penumbra, la oscuridad como modo de resistencia al realismo, la imagen negra como luz negativa que lleva al límite el lenguaje de la imagen en movimiento. Emerge del límite de la imagen como síntoma, retorno de lo reprimido, oscuridad que no es expresión de una cultura sino –al decir de Grüner– (2017) el producto anti-social de la sociedad.

El estado de observación en la penumbra conduce a situar la escucha y la vista en las chispas diminutas, en bichitos de luz, reflejos frágiles en charcos de agua a punto de desaparecer y por lo tanto en estado de emergencia o excepción según Benjamin (citado en Grüner, 2017). La insistencia de la mirada puesta en el cielo, acontecimientos que ocurren solo allí, pájaros revoloteantes, estrellas que no sabemos si aún existen, brillos incandescentes que escapan a los nombres conocidos. Por ello “penumbrar” intenta decir el modo atmosférico de un tiempo, una sensación singular que tiene un lugar específico donde plegarse: tierras latinoamericanas donde existe una oscuridad necesaria que permite ver.

Plantear un cine-penumbra puede traer ciertas reminiscencias iconoclastas y por lo tanto, vestigios de un regreso a la verdadera tradición corrompida por la iconolatría (Besancon, 2003). Pero esta suerte de iconoclasia es un gesto que busca oponerse a las imágenes de culto capitalista, dentro de la sociedad de imágenes espectaculares de estridencia lumínica hechas para el consumo. Es así que la posición penumbrática gusta de las sombras, contrariamente a la tradición de Platón a Plotino que recomienda huir de las sombras, imágenes y huellas porque incitan a conformarse con bellezas terrenales y no con esencias. El cine penumbra afirma las imágenes como apariencias que se mimetizan y confunden en las sombras. El rescate de las imágenes confusas, oscuras que viven como fabulación y ficciones intermitentes. Se asienta en una retórica de la oscuridad que busca generar emociones a partir de presencias casi imperceptibles o efectos de dislocaciones entre la imagen y el sonido.

Cine-penumbra es “agujero en la imagen”, dicho en términos de Warburg (citado en Grüner, 2017). El retorno del Pathosformell lo produce en tanto agujero de sentido impidiendo que se absorba la completud iconográfica. La penumbra es una suerte de dialéctica negativa entre presencias y ausencias de la imagen, que a su vez puede dar lugar a la representación de lo irrepresentable por medio del rodeo.

Configuraciones temporales

La penumbra permite también alterar cierta lógica del tiempo cronológico. Al no ver, no se está en una hora específica sino en una superficie suspendida, donde nos guían pequeñas luces para perdernos. La ausencia de parámetros espaciales nos permite entrar en un ritmo singular, entrar en el cauce de lo que es pura presencia (aunque sea efímera). El tiempo de los planos construidos en ambas películas funcionan, al decir de Passolini (2005) como una subjetiva infinita del tiempo presente. No hay montajes de diferentes ángulos, lo que produciría una multiplicación de presentes, que suprimiría por lo tanto el presente convirtiéndolo en pasado, debido a su ambigüedad, ya que cada presente postula la relatividad del otro. Recordamos la bella analogía de Passolini (2005) del cine como un infinito plano-secuencia de cómo se presenta la realidad a nuestros ojos y oídos. Es decir, un infinito plano-secuencia subjetivo que termina cuando termina nuestra vida. Nicolás Testoni y Christian Delgado parecieran hacerse eco de estas palabras que más que decir construyen tiempo. Es así que desde el año 2012 se propusieron filmar con “la premisa, simple y a la vez absurda, de armar una secuencia que, adecuando su duración a las dimensiones del lugar que retrata, inicie para nunca terminar” (Testoni y Delgado, 2020: 5).

Toda película finalmente se construye en el montaje. A propósito de este tópico Deleuze (1987: 52) dice “el montaje no es otra cosa que la composición, la disposición de las imágenes-movimiento como constitutiva de una imagen indirecta del tiempo. Sin embargo, ya desde la filosofía más antigua hay muchas maneras de concebir el tiempo en función del movimiento, en relación con el movimiento, según composiciones diversas”.

Asimismo, podríamos deslizar un modo de construcción temporal pensando al Barroco como una función operatoria cuyo rasgo característico es el pliegue (Deleuze, 1989). Retomando las ideas de montaje en La imagen-tiempo, nos acercaríamos a una idea de montaje múltiple cuya operatoria se conforme por capas plegadas de muchas maneras.

Se trata entonces, como menciona Leibniz (citado por Deleuze, 1989) en relación con el Barroco, de un cuerpo flexible o elástico con pliegues, que no se separan en partes de partes, sino que se dividen hasta el infinito sin disociarse. Un cine de pliegues, que sigue un pliegue hasta otro pliegue, como una escena se encuentra con otra dando la sensación de que el encuentro pueda ser, tal vez, con cualquiera de las otras escenas que componen la pieza, siendo siempre el modo de unión la penumbra como clave de luz.

Podríamos aventurar que una idea de tiempo presente en el montaje de La última hora, es la del corte conectable ad infinitum. En palabras de los realizadores, plantea una idea de temporalidad diferente “como si la hora postrera a la que alude el título habilitara la posibilidad de una vivencia impuntual del tiempo” (Testoni y Delgado, 2020: 4). Siendo una operación infinita, ella inventa una idea de tiempo, donde el problema como menciona Deleuze (1989) no es cómo acabar un pliegue, sino cómo continuarlo atravesando todas las materias y haciendo aparecer una forma polifónica. Esto da lugar a situar esta forma más cerca de una melodía polifónica donde la tonalidad se disipa por momentos, hacia a la abertura de una “politonalidad”. Un montaje cercano a una imagen-tiempo, que subordina el movimiento al tiempo y no al revés.

Estos cortes y encadenamientos parecieran por momentos adquirir la forma de la errancia (Glissant, 2017) instaurada a partir de una poética de la relación. Aquella que surge no desde la ansiedad de entender el mundo, sino del riesgo de encontrar en un detalle un lugar desde donde fabular otro lugar.

Se advierte en ambos films el trabajo con imágenes sobre las cuales se dificulte el decir a primera vista. Un gesto que busque contraponer la idea de un modo de visión clínica, el cual fue probablemente el primer intento, desde el Renacimiento, de formar una ciencia únicamente sobre el campo perceptivo y una práctica sólo sobre el ejercicio de la mirada para que la imagen quede anudada a la palabra (Foucault, 2001). De allí la práctica constante de desarmar el anudamiento de la palabra a la fuente de emisión y generar recorridos paralelos entre lo visible y lo audible. Afirmar otras formas que no reproduzcan las formas de tiempo del discurso dominante de una evolución lineal unidireccional. De allí también un montaje cuyo método éste basado en una poética de la errancia afín a como Testoni y Delgado comentan acerca de su propio film: “Estamos tentados a decir que antes que encontrar un rumbo nos hemos esmerado por perderlo, para hallar, en lugar de un norte, cierto ritmo en el divagar. Porque aunque en lo que hacemos cuesta pescar un hilo con el que tejer una trama, lo que hay, sí, es deriva” (Testoni y Delgado, 2020: 6).

En relación con la dimensión temporal, los estudios postcoloniales problematizan la idea de tiempo de la modernidad. Es decir, a la idea de un tiempo lineal, vacío, donde los cuerpos son solo espacio, imagen, objetos visuales relacionados al Yo (Vázquez y Barrera Contreras, 2015). Es entonces desde la perspectiva de la aesthesis como desobediencia estética que podemos concebir otros modos posibles de tiempo.

Situar y nombrar ciertas prácticas y haceres latinoamericanos como aesthesis implica desacreditar la “Estética” en tanto teoría. Esto es, como categoría analítica, como operación cognitiva y con ella el abordaje de fenómenos canonizados por una historia del arte eurocéntrica, de la que derivan categorizaciones estandarizadas como “regulación del gusto y consagración del genio del hacedor” (Mignolo, 2019:15). La recuperación de la aesthesis por parte del pensamiento crítico decolonial, supone un alejamiento de esa normatividad y ese sistema de regulación moderno, para descubrir una pluralidad de formas de lo bello, de lo sublime, de percepción del mundo, recuperando la raíz griega de vocablos como “sensación” (visual, gustativa, auditiva). Esos “procesos de percepción” que en el siglo XVII se restringen a la “sensación de lo bello”, imponiendo un concepto de arte como práctica que ubica sus orígenes en Grecia (Vázquez y Contreras, 2016).

Desde un posicionamiento filosófico y político latinoamericano, los artistas convocados aquí, se embarcan en “tiempos relacionales” (Vázquez y Contreras, 2016). Desde allí transforman, contrarrestan y resisten a la separación, la fragmentación, el vaciamiento que supone el orden de la modernidad. Forma civilizatoria que se afirma en la presencia de la representación. Frente a ello, apuestan por modos que desafían la superficie de la imagen moderna y desde allí la abisman (Reyero, 2021).4 Acechan los regímenes temporo-espaciales y lumínicos centrados en Occidente y sus cronologías lineales progresivas, que han “negado pasados múltiples y movimientos que no pertenecen a esa genealogía de percepción y recepción” (Vázquez, y Contreras, 2016: 6). En este sentido. se ubican a contrapelo del orden moderno/colonial como amnesia y olvido, abriéndose hacia “horizontes decoloniales desobedientes” (Mignolo, 2019:19).

Ello se halla en sintonía con el planteamiento de Glissant (2017) que ante la generalización moderna del tiempo lineal, reafirma una vivencia de tiempo circular cercana a la concepción del todo en Oriente. Los desarrollos temporales de La última hora y Luces en el desierto se aproximan a esta desnaturalización de las ideas de tiempo unidireccional occidental.

A modo de cierre
El cine-penumbra puede pensarse como una acción de sustracción, una suerte de construcción escultórica, obviando el paralelismo entre tela del pintor y la pantalla en blanco. Al decir de Grüner (2017) el cine no se hace en la pantalla, sino a través del recorte y compaginación mediante la elipsis. En este sentido, el cine es entonces un retiro de las imágenes, y la oscuridad de la penumbra funciona a modo de intervención que provoca una síntesis aún mayor.

Frente al retiro de las imágenes, la escucha se agudiza como modo particular de lo sintiente, su cualidad vibrátil pone en funcionamiento fuerzas vivas que pueden afectar mediante ritmos singulares. Hay cuerpo en el sonido, algo que se escapa al significado capaz de agrietar el lenguaje, en una escena oscura donde las figuras pueden confundirse y mostrarse extrañas a su nombre. La fabricación de significantes que quedan anudados a la obra y escapan al concepto. La oscuridad logra por momentos funcionar como “exceso, un plus, una ruina de sentido adquiriendo autonomía en el sentido adorniano” (Grüner, 2017). De esta forma, se plantea un cine que permita coser la oscuridad a la luz para hacer pensar las imágenes en su contra.

A través de este abordaje que recorrió dos películas latinoamericanas, se intentó postular el cine-penumbra como dimensión política de la construcción de imágenes en tanto acto de resistencia. Un cine que agote la luz para llegar al corazón de la sombra, asumiendo el impersonal como atravesamiento ineludible en la construcción del estilo indirecto libre. Las obras no responden al sí-mismo autoral sino a un compartir con otros/as a partir de lo cual se inventan realidades diferentes y figuras contra las gramáticas del poder.

Tal vez mirar en la oscuridad, cuida no romper los lugares donde uno sobra. A menudo al mundo no le hacen falta imágenes.

Bibliografía
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